Descripción
Cuando Audrey Hepburn se enteró de que tendría que cantar una canción para una de las escenas de Desayuno con diamantes (Muñequita de lujo en Latinoamérica) se preparó durante semanas con un profesor de canto y otro de guitarra hasta que sintió que podía hacerlo. Hacía mucho que no cantaba. Lo había hecho en Sabrina (1954), pero no era su fuerte y nunca estuvo convencida de que lo hacía bien, y desde Funny Face (1957) sentía que su voz se había hecho demasiado aguda. La decisión de que la encantadora actriz interpretara esa canción estuvo cruzada por idas y venidas y dudas de todo tipo durante la producción. Se pensó en determinado momento, incluso, en que fuera doblada por Marni Nixon, quien lo haría más tarde aunque parcialmente, en My Fair Lady (1964), ya que algunos temas los interpretó la propia Hepburn.
Henry Mancini estaba escribiendo la música de High Time (1960) para Blake Edwards, con quien ya había comenzado su eterna colaboración, y el director le propuso componer Breakfast at Tiffany’s, que llevaría a la pantalla la exitosa novela de Truman Capote, quien cobró 65.000 dólares por los derechos, y dicho sea de paso, quería a Marilyn Monroe en el papel principal. Además de la banda sonora, Edwards quería que escribiera una canción que definiera el film y desvelara la verdadera personalidad de la protagonista, Holly Golightly (Hepburn), una cínica y liberada muchacha que se vende a hombres millonarios para obtener la vida de lujos que necesitaba, mientras oculta un secreto. Pero Marty Rackin, jefe de producción de Paramount, pensaba que Mancini no era el indicado para escribir la canción, que para él debía ser sofisticadamente citadina, debía sonar a New York. La insistencia de Blake Edwards logró mantener a Mancini en la tarea.
El compositor había visto a Audrey Hepburn en Funny Face, y a partir de allí, se propuso crear una melodía que casara con el limitado timbre de voz de la actriz, pero conseguir la inspiración le llevó cerca de un mes, hasta que escribió las primeras tres notas, y el resto le vino en tan solo media hora, según contó Ginny, la viuda de Mancini, en una entrevista para la BBC en 2015.
“Moon River se escribió para Audrey, y nadie más la entendió tan bien”, explicó Mancini en su momento y confesó: “Los grandes ojos de Audrey me dieron el empujón para que fuera un poco más sentimental de lo que suelo ser. Esos ojos suyos podían transmitirlo, lo supe”. “Es inusual para un compositor realmente inspirarse en una persona, un rostro o una personalidad, pero Audrey ciertamente me inspira. Normalmente, tengo que ver la película terminada antes de componer la música, pero con Tiffany yo sabía qué escribir para Audrey solo con leer el guion”, declaraba Mancini en el libro Audrey Hepburn: Fair Lady of the Screen de Ian Woodward. Sin embargo, el compositor tuvo que luchar para que la canción viera la luz en la película, primero contra las dudas y temores de la propia Audrey Hepburn, y luego contra los directivos de la Paramount. Y “Moon River” casi se queda afuera del film.
Para escribir la letra, Mancini recurrió a su amigo Johnny Mercer y lo propuso a la Paramount que aceptó de inmediato. Mercer también. Necesitaba el trabajo. Sus éxitos de antaño y su fama habían mermado, ya no importaba que sus canciones hubieran sido interpretadas por estrellas como Frank Sinatra, Benny Goodman o Ella Fitzgerald. Sus escándalos amorosos (uno de ellos tristemente famoso con una casi niña Judy Garland), los excesos con el alcohol y sus letras referenciales de una América profunda fuera de moda lo habían puesto en decadencia. Escribió tres posibles versiones de la canción y se las mostró a Mancini. Finalmente se decidió por la tercera, que bautizó “Blue River”. Aunque muchos pensaron que se refería al río Hudson por la localización de la película en Manhattan, Mercer se inspiró en realidad en la casa de su infancia en Burnside Island, Savannah, Georgia, que daba al Back River. Cuando se dio cuenta de que ya existía una canción con ese nombre, lo cambió por “Moon River”. Y ahí empezaron los problemas.
La mágica escena de Audrey Hepburn cantando la canción en la ventana se filmó y el impacto que causó fue tal que hubo que hacer una segunda toma porque George Peppard había olvidado su entrada. Pero al pasar de los días, Audrey se llenaba de dudas, no le convencía la letra. Cuando la escuchó por primera vez, la música la había emocionado, pero con la letra no entendía cuál era el sentido final. Específicamente, había una frase que la inquietaba: “…my Huckleberry friend…” (mi amigo arándano).
Mancini intentó explicarle que la referencia tenía que ver con Huckleberry Finn, el sentido de la amistad, y lo que Mark Twain había escrito sobre el Mississippi, y su relación con el hecho de que Holly Golightly venía del suroeste de los Estados Unidos, pero no la convenció. Había otra cosa detrás. Sabía que la novela de Capote daba para dobles lecturas, y temía que su imagen de pureza moral, construida con tanto trabajo, se viera comprometida. My huckleberry friend… mi ¿amigo arándano?… mi ¿amigo huckleberry? … ¿qué diablos?
Cansado de tantas vueltas, Mancini le pidió a Mercer que le aclarara las dudas a Audrey. No era la persona ideal, pues si bien la actriz no era prejuiciosa, conocía la mala fama que perseguía a Mercer, considerado poco más que un degenerado por la rígida e hipócrita sociedad de Hollywood.
“Te acuerdas bien de cuando eras pequeña? comenzó Mercer. “Yo no me acuerdo demasiado bien…Los amores me han calcinado este músculo tan curioso que tenemos aquí dentro, y el alcohol se ha encargado de reducirlo a cenizas. Escribo, pues, casi siempre sin alma. Buscando el don de la fantasía de ese público que sólo se permite el placer de imaginarse protagonista de algo en su vida cuando se sube al escenario alguien dotado con una luz especial. Por tres minutos. De eso vivo. De dar tres minutos de protagonismo a los Don Nadies”. Audrey escuchaba con la emoción contenida y los ojos bien abiertos, mientras las primeras reticencias comenzaban a diluirse.
“A todos se nos van olvidando, o vamos reescribiendo las cosas que nos pasaron”, continuó Mercer. “Recuerdo que yo tenía amigos. Amigos de verdad. Solíamos juntarnos en los interminables atardeceres de Savannah a desmigar los días y anaranjar nuestros rostros con las últimas luces de la tarde. No existía el cansancio, ni el tiempo ni la memoria. Cuando estábamos en época, nos íbamos por el linde del río a recoger arándanos. Era un camino peligroso, o lo que entiende un niño por peligroso, plagado de zarzas, desniveles y raíces superficiales que te hacían volver a casa magullado y con gotitas de sangre en la camisa. Éramos muchos chicos, pero a coger arándanos, unos pocos. Apenas cuatro o cinco valientes. Los que sabíamos que haríamos cualquier cosa por los otros. Con esa fidelidad ciega de los niños. Unos amigos a los que quieres antes de la llegada del sexo, la mujer, los formulismos. Antes del nacimiento de la mentira. Si les quieres abrazar, les abrazas, y les cuentas de tus cosas favoritas y te ríes sólo de la felicidad de estar con ellos. Ellos eran la libertad convocada. El respeto. La dignidad”. Audrey ya no lograba contener la emoción.
“Muy pocas cosas soy capaz de echar de menos. Estoy muerto por dentro. Soy sólo un soplo de aire. Frívolo. Mezquino. Insulso. Degenerado. Mentiroso. Pero yo tenía amigos. Amigos. De esos de los que uno se echa a llorar sólo de recordarlos. De los que se llevaron algo que tenía aquí dentro y que ahora me falta. No tiendo a la melancolía. No tengo sensibilidad suficiente para echar de menos nada… Pero echo de menos a mis amigos, con los que iba a recoger arándanos. Los invencibles. Los niños libres de este mundo. De esa época en la que aprendimos a levantarnos felices entre raspones y cardenales. Mis “amigos de los arándanos”…”, “My huckleberry friends”.
No había nada más que decir, nada más que explicar. Las dudas de Audrey se habían evaporado con las lágrimas.
Sin embargo, esas dudas de la actriz habían calado en los ejecutivos de la Paramount. Eso y la preocupación por la cuestionada capacidad musical de Audrey, además de que consideraban que la canción alargaba demasiado la escena y conspiraba contra la duración de la película. Un pase de preestreno en las afueras de San Francisco cosechó una buena respuesta del público, pero muchos sintieron que el filme era un poco extenso. Al volver del evento, los productores, Mancini y su mujer Ginny, y Audrey y su esposo se reunieron en la suite de Marty Rackin: “Muchachos, me encantó la película, pero la maldita canción tiene que irse”, les espetó Rackin sin nada de tacto.
“Vi a Henry palidecer”, dijo Ginny. “Todos estábamos aturdidos, totalmente aturdidos. Estuvimos en silencio durante un minuto o dos y luego hubo una lluvia de razones por las cuales la canción debería permanecer en la película y los cortes deberían hacerse en otras partes”. La discusión se cortó abruptamente cuando Audrey, que no había emitido sonido, se levantó furiosa de su silla y lanzó una frase lapidaria:
“Sobre mi cadáver”.
Mercer y su historia sobre sus amigos arándanos encontraron en Audrey a su más impensable paladín. La singular suavidad de la actriz se había vestido con la más gruesa piel de león. Rackin tuvo que ceder. El 5 de octubre de 1961 se estrenó Breakfast at Tiffany´s con la escena de “Moon River” intacta, y el mundo se enamoró de ella y de esa Audrey vestida con unos jeans, una sencilla sudadera y una toalla en la cabeza, sentada en el borde de aquella ventana frente a unas escaleras de emergencia, transmitiendo como nadie la nostalgia, el sentimiento de pérdida y el anhelo que ni siquiera la propia Holly Golightly era capaz de entender”.
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