Descripción
Los acordes de aquel quinto álbum de los británicos nacieron en un castillo de Gales, que fue el búnker que ‘protegió’ a la banda de aquellas drogas que ya los tenían consumidos, hasta tal punto que necesitaron aquel nuevo ambiente para que su inspiración volviera a florecer, en un enclave no exento de misterio, pues en ese castillo, y durante la grabación del álbum, se avistaron presencias fantasmales, incluso una estancia fue escenario de un inexplicable incendio. De esos ancestrales muros y sus secretos brotó otra piedra filosofal de un naciente género, otro pilar fundamental y legítimo de aquello que llamarían Heavy Metal.
Su tétrica y satánica portada esta vez engañaba, pues la luminiscencia y optimismo que escondía tras esa máscara mortuoria acabó haciendo a este Sabbath Bloody Sabbath muy identificable respecto a sus anteriores obras, notándose en su composición y ambiente la madurez de una banda que en sus albores pareció nacer de las pesadillas más negras del Hard Rock, pero que esta vez nos envolvía con un nuevo halo de psicodelia, traído por los teclados y los sintetizadores. Pese a esa evolución, no renegaron de sus raíces y siguieron regalando a las masas más de sus riffs heavies y densos, como el de aquel mítico que abre el tema-título, a la vez que nutría a los temas de un dinamismo más desenvuelto, el que se empezó a fraguar en su magistral Vol. 4.
El álbum es presentado por su homónimo, con un riff que hace historia por su carácter y corpulencia, poco usual en aquella era, erigiendo la escuela donde se forjasen los siguientes nombres ilustres del movimiento, aún todos por escribir en el códice sonoro de ese género por nacer. Esa simpleza y magia en el riff seguía siendo la eficaz fórmula del cuarteto inglés, creando ese denso oleaje clásico sobre el que siempre nadó la voz de la banda, aquel Ozzy Osbourne de tesituras tan propias, el Yin de un Yang de guitarras gruesas y ruda percusión. Sublime mixtura entre esa sentida melodía vocal y ese arrollador riff, que como los polos opuestos, se unen en especial magnetismo y eficaz resultado.
Esos calmos pasajes entre riff y riff son tan inesperados como exquisitos, hasta que Osbourne da paso al solo con ese rabioso ”You bastards!”, donde Iommi descarga la munición de ese arma de seis cuerdas que empuña, demostrando este zurdo que hasta con menos falanges que el resto de guitar heroes podía y puede regalarnos magia en tales laberintos pentatónicos, que se hacen más delirantes en cada vuelta de esa melodía del solo, que se va metamorfoseando a más histriónica y desgarrada. Tras ello, entramos en terrenos vírgenes donde décadas después el difunto Dimebag Darrell sembraría sus propios frutos para aquel llamado Groove Metal que con Pantera creó para ‘reinventar el acero’ en la aurora de los ’90, con su gran repercusión posterior. Esa parte mencionada, con su colosal marcha de tanque, es uno de los momentos más visionarios y por ello heavies de todo el álbum.
Con su propia personalidad y carisma aparece el segundo corte. El riff/melodía base de A National Acrobat se desenvuelve fluido, con una seductora soltura, como vacilándonos en sus sinuosos andares con una ceja mas alta que la otra, con el mismo talante travieso y entrañable que aquella melodía base del Better By You, Better Than Me de Spooky Tooth (versionado por Judas Priest en su Stained Class del ‘78), pero siendo ésta de Sabbath rematada con unos ágiles ligados de notas muy expresivos que la hacen mágica, sobretodo cuando pasa a ser doblada por una segunda guitarra que entra en escena en otro tono más alto. La estructuración de este tema en su principio es sencilla, siendo el verso intercalado entre la melodía de marras sin ningún puente o estribillo que interrumpa ese bello diálogo texto/melodía del que esta última siempre tiene la misma respuesta, pero no cansa en absoluto. Y ese verso cuenta con una letra que vino a mostrar una vez más la grandiosa poesía de la banda y su pasión casi épica por lo cósmico, con ese revelador comienzo de ”Yo soy el mundo que esconde el secreto universal de todo tiempo”.
Esa melodía base, como ya dije, no se hace pesada para nada, porque embelesa, se deja uno llevar por ella hasta donde sea, hasta que muere bajo el mazazo de ese crudo contraste, bordado con wah-wah, que marca un nuevo territorio en la canción, más oscuro y pesado, donde un colérico Ozzy exprime sus tonos más altos, condenando al oyente a entender y encarar su propia muerte por aquella inmortal voz que les habla, desde esa ventajosa altura existencial que tantos siglos conoció. Sin embargo, esta voz que ostenta el secreto universal, al final reconoce que aún sigue aprendiendo y que no sabe qué le deparará su próxima vida. Excelente letra, excelente música: Excelente canción.
Tras ella llega la paz que exhala Fluff, un instrumental en acústico rociado por un delicado goteo de notas de teclado, como una calma que precede a la tempestad de Sabbra Cadabra, que es el tema que lo sigue con ese ritmo frenético y festivo, adornado por esas inspiradas melodías pentatónicas que sirven a modo de riffs, para luego atacar Ozzy Osbourne como él sabe hacer, empujando el tema con un desgarrado registro, la energía precisa que pide tan acelerado corte. La canción fluye ágil, hasta que su vigor toma asiento y sentimiento una vez cumplido su segundo minuto de vida, naciendo de él un arpegio eléctrico que da paso a la espectral psicodelia de los teclados, tocados por Rick Wakeman de Yes. Desde ese momento empieza un cálido y calmo pasaje animado por una base de bajo y piano que juguetea con el ritmo sincopado que marca Bill Ward, en una representación musical típica del Rock ‘N’ Roll de los ’50, donde aún sigue presente ese arpegio eléctrico inicial. Todo ello sirve de acompañamiento para un Ozzy que nos traslada desde la distancia su sentir con un añejo deje puramente rockero, arrancando su siguiente estrofa en un marcado mid tempo donde el bajo de Geezer Butler nos remueve el alma con sus maneras. El ejercicio se repite una vez más, hasta que todos se despiden de una forma más desenfadada, como en una amistosa jam que acaba trazando en su final ciertos tintes progresivos.
Killing Yourself To Live se adentra señorial en su riff hasta marcar el territorio de la voz con un trémulo y grave arpegio. Su humilde estructura verso/estribillo no oculta su magnificencia, hasta que ésta se muestra en todo su esplendor tras el segundo estribillo, donde el Madman prolonga y proyecta al cielo su último “Killing yourself to live” para con él abrirse un sendero de otro sabor y sentir, del que emerge al instante un majestuoso solo que se funde en nuestra alma para mecerla a su voluntad, acabando de comprender así lo que los tan católicos difundían de que esta música domina la almas… prefiero que me domine a no haberla conocido nunca.
Tras ese solo, que doblado muestra tras de sí una sombra distinta, encarnada por otra guitarra, y tras otra estrofa más, que aislada se presenta, entra un pasaje más movido pero que mantiene la elegancia y mesura dignas para presentar el otro gran detalle de Killing Yourself To Live, que no es otro que ese punteo que encuentra texto en un sincronizado dueto entre Ozzy y la guitarra de Iommi, ubicado tal momento en el lapso 3:16/26, que refiero aquí cual versículo bíblico por ser uno de los momentos más mágicos de este vibrante Sabbath Bloody Sabbath. Ya el desenlace del tema lo marca un pisotón de acelerador, más presto que en Sabbra Cadabra, descargando otra tanda de cantos coléricos de nuestro Ozzy al salvaje son de las guitarras, despidiendo así un tema muy completo, plagado de diferentes sentimientos que encuentran su parcela cada uno y sin desentonar. Magistral.
En Who Are You?, cantante y banda se plantan ante Dios y le preguntan: “En el nombre del Infierno, ¿quién eres tú?”. El autor de la letra aquí es Ozzy, siendo aquello una excepción hasta entonces en la banda, pues siempre fue Geezer Butler el letrista ‘oficial’. Nos encontramos ante una canción que deja en el banquillo a las guitarras para dar sumo protagonismo a los sintetizadores y teclados, en un tema que por su galáctica y a la vez funeraria parsimonia nos hace sumergir en ese viaje astral que hace a Ozzy visitar a Dios para el interrogatorio. Muy bellos pasajes de teclado en su ecuador, donde acaba empujando desde atrás un redoble de caja que hace más ceremonioso el momento, haciéndonos recordar a los brillantes Genesis de esa misma época.
Looking For Today nos brinda un frondoso ritmo de caja y charles perpetrado por el genio Bill Ward, sobre el que se apoya cómodo un vivaz riff que acompañará al verso de Ozzy. Ese puente al estribillo, ornamentado por sutiles flautas, nos trae aromas progresivos, como fugados de la Corte del Rey Carmesí. E igual de progresivo es aquel episodio de múltiple personalidad que sufre la batería al final del tema, con esos redobles de timbales que viajan de altavoz en altavoz.
Un cristalino y cálido arpegio abre Spiral Architect, para después estallar el tema en acordes eléctricos al aire empujados por el siseante traqueteo del charles, viniendo a mi mente de nuevo esos Genesis con aquel despertar tan heavy que marcó el cenit de su The Musical Box cerca del cuarto minuto. El influjo progresivo parece definir la segunda mitad del álbum en detalles como éste, notándose el sendero que poco a poco tomó la banda, cada vez dejando más atrás la oscuridad que los concibió.
Este último tema camina entre algodones con un Ozzy que a veces parece cantar sonámbulo entre el mundo de sueños que teje la orquestal cuerda que emite el teclado, adentrándonos en esa fantasía hasta la pirueta final de esos teclados del de Yes, para despedirse el corte con un murmullo de olas y una calmada sesión de batería y bajo que se va desvaneciendo poco a poco como tragados ambos instrumentos por esa marea que se oye, dando fin a este ‘sangriento Sabbath’ que no fue tan fiero como fue pintado, pero sí tan ilustre y carismático como sus anteriores trabajos, y de una calidad indudable.
Aquel castillo galés contagió parte de su oscuro encanto y misterio a esta obra de los británicos, con una notable y ecléctica efervescencia en talante y espíritu que incluso parece delatar a la banda, pues da a entender que no pasaron el control antidoping pese a confinarse en aquel castillo, poblado éste por fantasmas y fenómenos que no se sabe si fueron más fruto de la alucinación lisérgica que de su mera naturaleza parapsicológica. Bien si se drogara la banda o no, o si invitara también a los fantasmas, el misterio que impregna el disco no se lo quita nadie, sumando a ello la calidad estrictamente musical que aportó este quinto trabajo de los de Birmingham, que tan genios fueron sobrios como ebrios, y tan grandes fueron desde las tinieblas como desde la luz.
Larga vida al Negro Sabbath.
Fuente: Elportaldelmetal
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